Fue Montesquieu quien, al lado de la división horizontal del poder, expuso una segunda forma de división que denominó vertical; la famosa teoría de la división de poderes.
Sin lugar a dudas, de todas las teorías del autor “Del Espíritu de las Leyes”, esta es la que ha tenido mayor éxito; incluso las primeras constituciones, la francesa y la norteamericana, se inspiraron en ella. Basada en la convicción de que con objeto de que no haya abuso de poder, éste debe ser distribuido de manera que el poder supremo sea el resultado de una sabia disposición de equilibrio entre diferentes poderes parciales, y no esté concentrado en las manos de uno solo. El recurso constitucional que permite la realización del principio de que “es necesario que el poder frene al poder”, descansa en la distribución de las tres funciones del estado en órganos diferentes; ejecutivo, legislativo y judicial.
El México que nació con la Independencia intentó contrarrestar, sin éxito, su pasado despótico adoptando, que no adaptando, de las Constituciones norteamericana y francesa, los postulados de la división de poderes. La Constitución del 57 fue el experimento más logrado, pero también el ejemplo mas rotundo de que los mexicanos no estábamos aptos para dichos experimento. Entre el ideal y la realidad un universo de por medio.
Más allá de los buenos propósitos de Montesquieu y de los ideales del legislador, en México la supremacía del ejecutivo sobre los restantes poderes fue la clave para mantener la unidad nacional y evitar la desintegración del país y en el siglo XX, fue fuente de estabilidad y desarrollo.
En el Presidencialismo el Congreso en realidad, es parte integrante del gobierno. Se gobierna legislando.
Al igual que la mayoría de sistemas con poder ejecutivo fuerte, gran parte de la estabilidad y de la fuerza del régimen de gobierno deriva del funcionamiento de sus instituciones intermedias. En términos generales, los organismos de esta naturaleza tienden a servir y a apoyar la distribución del poder a través de todo el sistema en ocasiones aplicando decisiones políticas que fueron adoptadas en las cúpulas, en otras proporcionando apoyo simbólico, y a veces otorgando un barniz democrático. De tal suerte que el Congreso suele desempeñar un proceso un tanto cuanto pasivo en el proceso legislativo. La mayoría de las iniciativas de ley se originan en el Poder ejecutivo, y la mayoría son aprobadas a veces, sin haber sido siempre efectivamente debatidas o sometidas a una revisión de fondo. La función simbólica del Congreso no es menor: sanciona actos de Ejecutivo. En palabras de González Casanova, les da una validez y una fundamentación de tipo tradicional y metafísico, en que los actos del ejecutivo adquieren la categoría de leyes, o se respaldan y apoyan en el orden de las leyes, obedeciendo a un mecanismo simbólico muy antiguo, aunque de tipo laico.
En Puebla estamos todavía lejos de desarticular el sistema presidencialista que reproducimos en escala. Aun si la oposición algún día triunfara, y a juzgar por sus ejemplos, es difícil pensar que ellos pudieran hacerlo.
En algunos estados del país el arribo de Acción Nacional a las gubernaturas no siempre ha sido para bien de la democracia. El ejercicio panista en el gobierno no ha sido mejor, lo marca la ineficacia, el autoritarismo, la corrupción y la arbitrariedad que, supuestamente, combatían. Así como el abuso de poder, tráfico de influencias imposición e impunidad. Baste ver los desplegados publicados el día de la Libertad de Expresión en contra del gobernador panista de Guanajuato, Juan Manuel Oliva por instrumentar y respaldar la represión y la censura. O bien, el caso del gobernador Emilio González que insulta a quienes discrepan de él y cuando la CEDH le recomienda una simple disculpa por escrito olímpicamente la ignora. Francisco Garrido en Querétaro y Luis Armando Reynoso Femat en Aguascalientes son dos ejemplos más de arbitrariedad.
Peor aun que la arbitrariedad gobiernista y la irresponsabilidad congresista es la abyección. En el contexto actual es importante entender que buena parte de los diputados antes de ser electos por los ciudadanos son designados por sus partidos para contender por el cargo. Del apoyo que éste último les brinde saldrán airosos en la contienda, otros serán enviados a cubrir el requisito de llenar la planilla a distritos donde no existe la menor posibilidad de triunfo y pocos muy pocos, saldrán de ahí airosos. Pero en cualquier caso, la regla de oro de la política mexicana es la lealtad al partido que lo designó y, por supuesto, al jefe del partido.
Así las cosas, ser un buen miembro del Congreso es, permítanme decirlo, una tarea difícil; especialmente en este momento en que existe una facilidad tan grande de caer en los extremos peligrosos de la sumisión servil y la abyección como condicionantes de la continuidad en la carrera política.
En efecto, muchas cosas hay que aceptar para llegar a una diputación; disciplina, obediencia y lealtad a quien te ayudó. Así debe ser y así se espera que sea entre gentes bien nacidas.
Es realismo político y no sumisión entender las reglas del juego y entender la estructura política que históricamente vertebra al sistema. Con todo, la lealtad y el agradecimiento personal, tienen un límite: la dignidad.
Gobierno y legislación son problemas de razón y juicio y no de inclinación: una posición de menosprecio a sus legisladores no es adecuada para ningún gobernante. La autoridad ejecutiva sobre la legislativa descansa en la justa correspondencia entre pares, simetría o relación amistosa y aun correligionaria, tanto por lo que respecta al poder que hoy existe como el planeado para el futuro. No se trata de relaciones ideales tendientes a alcanzar la perfección; son las circunstancias de lugar y tiempo las que determinan los cambios políticos y no las utopías aunque sean de Platón, Moro o de doctrinas filosóficas como la de Montesquieu.
Hoy los tiempos exigen de prácticas políticas diferentes; acordes a la lealtad y disciplina partidaria pero sin abyección y sobre todo, sin el falso elogio que nace del temor propio del despotismo. Obligados a ejercer el diálogo y la negociación como prácticas vigentes en un régimen que se asume hoy democrático, el poder ejecutivo, y con él el Legislativo enfrentan –de cara a la parálisis que ha supuesto el gobierno dividido en el resto del país– el reto de su modernidad ante el riesgo del inmovilismo político. Pues aunque pareciera ser que en lo inmediato no existen aun señales de Gobierno dividido o de alternancia en el poder, tampoco estamos lejanos de que tal cosa acontezca. Concluyo parafraseando a Burke a quien se puede acusar de todo menos de ser un político idealista que decía: Las reformas oportunas son aquellas que se hacen a tiempo con un amigo que está en el poder, las que se hacen a destiempo son aquellas que realizan en un estado inflamatorio.
Correo electrónico:
[email protected]